martes, 26 de mayo de 2015

Trágate el chicle y sonríe

Tecleo mientras miro de reojo un comentario en Facebook: "Si entro en un comercio, nadie me da los buenos días y además el trato no es agradable, salgo por la puerta y no regreso nunca más". Entendible. Yo regreso. Llámalo masoquismo consentido o comprensión desbordante. Pero en mi ring se regalan segundas oportunidades a los dependientes. Eso sí, como regrese y me traten con el mismo desaire… que Dios los pille confesados y con tragaderas para aguantar mi insolencia estudiada. Porque entonces vuelvo para ajustar cuentas.

Los dependientes son un gremio, en su gran mayoría, puteado. Salario irrisorio, jornadas laborales leoninas. Que si etiquetar, reponer, caja. Que si subo, si bajo, que limpio esto, que me han robado. Clientes tocapelotas, inconformistas, buscadores incansables de lo bueno, bonito y barato. Lo enumero así de rápido porque la lista es larga. He llevado esos zapatos. Pues en eso consiste ser dependiente, sabías a lo que ibas cuando aceptaste el puesto, así que sonríe, por favor, que la sonrisa forma parte del uniforme. Comprendo que puedo toparme con un dependiente malhumorado, con el gesto y la lengua doblada. Por eso vuelvo al lugar del crimen. Todos tenemos días malos. Pero un día, no dos. Lo segundo ya es quedarse con el personal, conmigo en este caso.

Entro en una tienda del centro, de decoración. La dependienta se lo ha tomado muy en serio porque eso es justo lo que hace: decorar. Saludo y ella no escupe ni un hola, me mira de soslayo tras el mostrador para ignorarme. Ni una tímida sonrisa asoma por esa boquita que masca chicle con afán de dejarse los dientes en ello. Busco relojes. Hay gente en la tienda, pero el escenario no llega a ser bélico ni desolador. Como no la veo muy estresada voy a buscarla y le pregunto por los relojes de la discordia. "Segundo pasillo a la derecha", me dice. Y pienso que antes ha debido de trabajar en un chino. En el segundo pasillo a la derecha hay cestas de mimbre, cuadros de tamaños diversos y menaje para cocina, pero por allí ningún utensilio da la hora que estoy perdiendo. Vuelvo al mostrador, donde la señorita en cuestión parece estar anclada. Le digo que por favor me acompañe porque su indicación es más incorrecta que la postura encorvada que adopta. La voy a sacar de su zona de confort y me lanza una mirada perdonavidas que me hace enarcar las cejas. Por sus gestos molestos cualquiera pensaría que la he condenado al paredón. "Ah, no están aquí", afirma gansamente. ¿En serio? 

 

Después de varios minutos me muerdo las palabras ante su descaro impertinente, quiero pensar que tiene un día tan nefasto como su trato a la clientela. Ya volveré. Y la olvidé, hasta que paseando por el centro, mi amiga me dice que busca un mueble auxiliar blanco. Qué suerte, ella tiene un piso que decorar. Y qué suerte va a tener la del chicle, porque le voy a dar una segunda oportunidad a ella y a la tienda. Allá que voy, y allá que está ella en el mismo sitio, con sus gafitas de pasta, el chicle mascado y esa postura que le pasará factura. Mis buenas tardes se evaporan en el ambiente cargado. Como quien oye llover.

Trasteamos por la tienda. Solicitamos los servicios de la dependienta. En la segunda frase confirmo y reconfirmo que aquello de antaño no era un mal día. Es antipática por naturaleza, alérgica a las sonrisas y a los buenos modos. ¿Pues sabes qué? Hoy no voy a ser tan condescendiente, vas a doblar el espinazo porque me apetece, que hay mucha gente en el paro y más agradable que tú. La mareé treinta minutos de reloj, de ese que no le dio la gana sacar del almacén. Me enseñó dos vajillas, desembaló lámparas de diseño imposible, se subió a una escalera para descolgar dos cuadros abstractos. Me analizó muchas veces sin disparar un mísero vocablo, sé que le hubiera encantado gritarme: ¿Eres la hija rubia de Satán, o una mystery shopper con ganas de marcha? Seguramente llegó a casa maldiciendo, esputando por las esquinas lo ruines que son algunos clientes y cómo la hacen trabajar. Segunda oportunidad canjeada, directa al cubo de la basura. A veces funciona, a veces no. Mi actitud desesperante iba con mensaje, no sé si lo captó. Por si acaso, antes de irme le aconsejé que sonriera un poquito, total, es gratis.

Gracias a todas las personas que a pesar de tener problemas, sueño y días malos prorrogables a semanas, atienden al público con una sonrisa y una generosidad digna de aplauso. Porque hacen su trabajo y lo hacen bien. Eso un cliente lo valora, mucho.

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