"Hasta que la muerte nos separe". Esa es la frasecita en cuestión. La que me provoca un “ya, ya” interior. Sí, interior; porque oye, en las bodas, aunque no sea el plan que más me motive, yo ni mu… Aplaudo, suelto alguna lágrima tontina si la novia es mi amiga y deseo la felicidad suprema. Pero en mi interior, al escuchar la frase, pronuncio un “ya, ya, en el mejor de los casos”. Porque lo que acaba separando no es la muerte, es la vida.
Y qué le
vamos a hacer si la vida es muy puta y se mete en medio de los perfectos planes
de todo ser viviente. La vida es así, no la he inventado yo. Y ella es la que
se encarga de separar y juntar personas a su antojo, con descaro, sin
miramientos. Así es ella, con sus medias sonrisas y sus cambios de sentidos y
de velocidad. Y lo mismo nos da una tregua y nos regala unos años de ventaja,
pero siempre es ella la que manda, la que dice cómo, cuándo y por qué. Es una
entrometida, te cambia el guión y te deja con la palabra en la boca y con los
sueños temblando.
Pues sí, es
lo que suele pasar. Y no pasa nada. La historia continúa, por otros caminos,
con otros sueños, con otras frases igual de ciertas. Por eso me gusta cuando
veo a ancianos que se quieren y no aparentan, que se han tomado al pie de la
letra aquello de "hasta que la muerte nos separe", aquello de "en la salud y en
la enfermedad". Me fascinan, porque han tenido suerte, han podido con las
zancadillas, con los traspiés traicioneros, porque han sido más listos que ella
o unos inconscientes, a saber… pero me gustan, porque me parecen una novela
viva.
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