jueves, 30 de abril de 2015

Cada día de mi vida

Siento un respeto casi reverencial por el llanto ajeno. Por eso cuando una amiga me encañona de frente con la cara emborronada de negro y me pregunta con timbre atormentado: «Qué hago para olvidarlo todo». Me quedo blanca, porque con suerte no lo olvidará nunca, porque no sé si encontrará en mí el consuelo que busca y porque no pienso mentir. Las mentiras a quemarropa me ponen nerviosa. Además, ya ha coleccionado bastantes patrañas del chulillo que la trataba con un aire principesco que no era más que una fachada de cartón piedra.

Las pérdidas duelen. Todas. Duelen por los vacíos que dejan, por la mutilación interior que sufres, por la parálisis pasajera que te inunda y crees eterna. Por eso, en muchas ocasiones, lo que duele se quiere olvidar. Qué haces para olvidar… Vivir, sin intentar olvidar absolutamente nada. Olvidar es una enfermedad cruel, más cruel que todo lo que te hayan podido hacer. Deseo que dentro de cincuenta años puedas rememorar con cierta añoranza al cantamañanas que te rompió el corazón y a la amiga que intentó consolarte mientras respiraba al son que le marcabas.

Si quieres, puedo decirte que el siguiente será mejor, esto puede que sea hasta verdad. O puedo decirte que salgas y beses al primero que te regale una promesa con sabor a whisky. Motívate como quieras, pero no vuelvas a preguntarme qué haces para olvidarlo todo. Porque no vivirás mejor si olvidas, no vivirás, no aprenderás. No serás más feliz si borras de la lista los fracasos. Te esperan madrugadas de lágrimas y recuerdos que asfixian como una camisa de fuerza. No querrás mirar hacia adelante, no querrás querer. Es lo que toca, ahora. Las pérdidas te harán crecer, también odiar, a alguien o a todo. Y los silencios te deslumbrarán como si te apuntara un cañón de luz. Los silencios y las últimas miradas te fortalecerán. Pasado mañana, cuando salgas del huracán, hablarás con más seguridad. 



Queremos olvidar para no sufrir. Olvidando que esas situaciones que tirarías por las escaleras son las que te harán flotar. Por eso no quiero olvidar cada día de mi vida que me ha hecho caer o reír. No quiero olvidar los abrazos rotos, los encuentros fortuitos y las palabras robadas. No olvidaré aquel adiós entre llamadas a pasajeros que se resisten a convertirse en un recuerdo. Ni los amaneceres en playas, ni el silencio sordo que escuché en aquel parking mientras me llevaba la mano a la boca. No olvidaré las maletas que he arrastrado por estaciones. Las lágrimas, las bifurcaciones de un camino que elegí ni las cajas que escondo en el armario.

¿Qué pretendes, amiga? No quieras olvidar. Olvidar quién eres y cómo llegaste a serlo es insoportablemente triste. Hay historias que no se entienden si olvidas relatar ciertos capítulos que te cambiaron el rumbo. Y a ti, aún te queda mucho por narrar, muchas canciones que bailar y momentos que almacenar. Solo tienes treinta años, ¿qué pretendes?

Me mira atenta, inmóvil. Siente que está cayendo de un rascacielos. Sigue llorando. No me cree. Por eso lo escribo, para que no lo olvide…

P.D. 1. Este artículo lo publiqué en The Idealist el pasado enero. Hoy me ha apetecido recuperarlo y colgarlo en el blog. Quiero que esté aquí, no olvidarlo.
Besazos!

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